miércoles, 19 de octubre de 2022

Adam Schaff y la reconstrucción de los hechos históricos




La portadilla interior. Foto GGEM

Historia y verdad del polaco Adam Schaff (1913-2006) es una disertación sobre la “objetividad de la verdad histórica”. Este, que es el tema de fondo de su ensayo publicado en 1971, cuando era profesor de epistemología en la Universidad de Varsovia, es expuesto en el sexto y último capítulo, después de hacer un repaso de los presupuestos metodológicos y del condicionamiento social del conocimiento histórico.

Para plantear su tesis toma como punto de partida el concepto de “hecho histórico”, porque, afirma, “se acepta generalmente que las divergencias entre los historiadores surgen en el preciso momento en que éstos pasan a interpretar los hechos, aún cuando su sistema de ideas es más o menos parecido”. Hacia 1971, cuando Schaff publicó Historia y verdad, no eran ninguna novedad incursionar en este campo de reflexión de la filosofía y la metodología de la historia. Existía ya una disquisición de Carl Lotus Becker (1873-1945), conocido por sus aportaciones sobre el periodo colonial y la independencia de los Estados Unidos, quien publicó en The Western Political Quarterly (VII, September 3, 1955) un ensayo titulado “What are historical facts?”, con el cual se colocó en el ambiente académico estadounidense en la primera línea de juicio a los presupuestos teóricos positivistas. Otro convocado por Schaff es el jurista francés Henri Levy Bruhl (1884-1954), autor de “Qu'est-ce le fait historique?” (Revue de Synthese Philosophique, t. XLII, decembre, Paris, 1926). Una más es la polaca Wanda Moszczenska (1896-1974), medievalista y metodóloga de la historia, también de la Universidad de Varsovia.

Schaff se rebela en principio contra la idea positivista de que el historiador reduce su tarea a la exposición exclusiva de los hechos “puros”, sin interpretación ni comentarios, suponiendo que el hecho histórico existe en sí mismo y que tanto este como el acto de presentación escapan a un factor subjetivo en el proceso de conocimiento social. “[...] es imposible afirmar que el hecho histórico es un pequeño cubo que siempre conserva la misma forma, idéntica para todo el mundo, y que con gran cantidad de estos cubos se pueden construir diversis mosaicos [...]”. Schaff se propone mostrar teóricamente que existe un factor subjetivo en el conocimiento histórico, que contiene al mismo tiempo una verdad objetiva.

Schaff, aunque adscrito a una universidad del otrora bloque soviético, tuvo una formación académica en París y se mantuvo en contacto con la producción intelectual de Europa y Estados Unidos.

Con el fin de explorar el concepto de hecho histórico propone cinco aproximaciones distintas. Comienza por la semántica. En este punto remite a Becker y explica que en el debate general el uso de la expresión “hechos históricos” causa la impresión de algo sólido y sustancial. Un ejemplo de hecho histórico concreto es el paso de César por el Rubicón en el año 49. Pero lo cierto es que el término es “equívoco” y requiere de un análisis mayor. Así como refiere a un acontecimiento, también alude a un proceso que manifiesta regularidades. “Los elementos y los aspectos más diversos de la historia, en el sentido de res gestae (cosa gestada), pueden pues constituir hechos históricos: los acontecimientos fugaces, los procesos prolongados en el tiempo, los procesos cíclicos, así como los productos materiales y espirituales de dichos acontecimientos y procesos [...]” (1) Se puede establcer una diferenciación entre el hecho histórico, puesto que se ha producido realmente, y el acontecimiento que debido a su importancia para el proceso histórico se ha convertido o puede convertirse en objeto de la ciencia de la historia. El caso señalado de César, además de ser un acontecimiento en sí mismo, se puede observar y estudiar en relación con el principio del fin del Imperio Romano.

Ese ultimo señalamiento conduce a Schaff a la segunda característica del concepto hecho histórico: la conexión con sistemas de referencia, en contextos dados, y en su carácter relativo, respecto a otros acontecimientos. “El historiador que busca, por ejemplo, las fuentes de la historia política de un país, permanecerá indiferente a los testimonios de la cultura y del arte si estos no están directamente relacionados con la vida política; esos testimonios carecen para él de significado histórico, pero se convertirán en hechos relevantes [...] para aquel que los sitúe en el contexto de la historia cultural [para aquel que los relacione con cierto sistema de referencia”. (2) En este sistema de referencia operan la valoración y la selección, y se presupone la existencia de un sujeto que realiza estas operaciones.

Al llegar a este punto, Schaff hace una disgregación para tratar el concepto de hecho histórico en su relación con la opinión pública como sistema, citando a Henry-Levy Bruhl, que sostiene que solamente el hecho que ha producido efectos en el pasado es histórico; que un hecho histórico es necesariamente un hecho social que ha producido efectos sobre la opinión pública y por medio de ella; por lo tanto, dice, la opinión pública constituye al hecho histórico, “la opinión [colectiva] establecida es la que la da su carácter histórico”. Schaff dice coincidir con Bruhl en torno a la significación social del hecho histórico, pero se desmarca de su percepción idealista, “en el sentido durkheimiano” (de Emile Durkheim), cuando Bruhl apunta que los hechos sociales necesariamente son hechos que pasan por la conciencia colectiva, por la opinión pública. (3)

Un tercer aspecto abordado por Schaff tiene que ver con la estructura del hecho histórico. Todo hecho histórico, apunta, puede ser visto como una realidad simple o compleja, paticular o general, parcial o total. El hecho histórico es un símbolo, una generalización de muchos otros hechos, una abstracción que nos remite de manera simple a una realidad compleja. No es el hecho el que es simple. Son los historiadores los que están interesados en simplificarlo para facilitar la descripción. El hecho tampoco es parcial, son los historiadores los que exponen solo un aspecto. (4)

El cuarto punto que Schaff somete a discusión el estatuto ontológico del hecho histórico, y lanza la pregunta: “¿el 'hecho histórico' designa un 'acontecimiento de la historia', o sea un eslabón de la cadena de la res gestae o equivale a un 'enunciado sobre la historia', o sea un elemento de historia rerum gestarum, [cosas gestadas en el relato de la historia] o existe aún una tercera posibilidad?” A esta interrogante responde: “Teóricamente la expresión 'hecho histórico' puede significar tanto lo uno como lo otro. Evidentemente los adeptos del idealismo considerarán que siempre se trata de un problema espiritual [el enunciado, la representación, el símbolo], mientras que los propugnadores del materialismo destacarán el carácter objetivo del hecho histórico [como elemento del res gestae]”. (5) En ese mismo curso de debate ontológico y materialista observa que Wanda Moszczenska distingue entre el hecho devenido y el hecho histórico. El primero es el producto real, elemento de la realidad objetiva. El segundo es el objeto de estudio, una abstracción de aquella misma realidad histórica para fines historiográficos. Uno y otro pueden ser equivalentes, puesto que cada hecho histórico es un hecho devenido, no obstante que no todo hecho devenido se eleva a hecho histórico.

Al tratar el quinto problema relativo a la explicación de qué es el hecho histórico, Schaff incursiona en una construcción científica del hecho histórico. Parte de una perspectiva gnoseológica, desde la posición del historiador que apunta a un objeto de estudio y selecciona elementos para formular el conocimiento. Destaca la importancia del lenguaje en la revelación del proceso reconstructivo del pasado. Cita nuevamente al estadounidense Becker señalando que el historiador no aporta nada al conocimiento “excepto la placa sensible de su espíritu sobre la cual los hechos objetivos registrarán su propia significación”, es decir un sistema de referencia montado en un aparato teórico. Dicho sea de paso, es en este punto donde Becker se aleja de la escuela positivista porque el trabajo del historiador implica necesariamente una selección de elementos que componen la realidad del hecho histórico, es decir, la intervención de un sujeto que observa un objeto de estudio. (6) “¿Qué conduce al historiador a seleccionar a unos enunciados en detrimento de otros, de entre todos los posibles?”, pregunta Becker, citado por Schaff. “El fin que se propone le guía, determinando de este modo la significación precisa que deduce del acontecimiento. El acontecimiento por sí solo, los hechos por sí mismos, no dicen nada ni imponen significación alguna. El historiador es quien habla y le da una significación”. (7) Esta significación está conectada al sistema de referencias, articulando el conocimiento histórico, a través de su heurística, su método y su historiografía.

Ontológicamente, el acontecimiento histórico es lo devenido objetivo. Gnoseológicamente, para conocer el hecho en sí mismo y su contexto, el historiador actúa como intermediario que acude a un sistema de referencias a través del cual se confiere al acontecimiento una significación, constituyéndolo como hecho científico. (8)

Debemos distiguir cuidadosamente el “hecho” como acontecimiento histórico objetivo, por una parte, y el “hecho” como su representación mental, en el conocimiento, por otra. El hecho histórico obetivo posee un estatuto ontológico determinado [...] Pero también posee un estatuto gnoseológico y, en este sentido, no nos interesa como “cosa en sí”, sino como “cosa para nosotros”. Siempre desde este punto de vista nos referimos a los hechos brutos y a los hechos teóricamente interpretados, elaborados.

Schaff concluye:

No existen pues, “hechos brutos”: no pueden existir por definición. Los hecos con que topa la ciencia y de modo más general el conocimiento, siempre llevan el sello del sujeto. Empezando por lo que consideramos como un hecho, pasando por la constitucuón de éste sobre la base de la selección de sus componentes y por la definición de sus límites temporales, espaciales y sustanciales, y finalizando por su inetrpretación y su inserción en un conjunto más amplio, en todas esas “fases” hay una intervención del sujeto, de sus diversas determinaciones y sobre todo de la teoría en función de la cual el sujeto opera.

La teoría toma posesión de la escena. Schaff remite en esta temática al inglés Edward H. Carr (What is history?, Londres, 1952), al franceses Lucien Febvre (Combats pour l'Histoire, París, 1953) y H. J. Marrou (De la connaisance historique, París, 1959) y a su compatriota Witold Kula (Consideraciones sobre la historia, Varsovia, 1958), con el fin de argumentar la relevancia de la teoría en la reconfiguración del hecho histórico en la historiografía.

La selección de materiales para describir el hecho, las correlaciones, las interacciones, la atribución de una estructura interna, exigen el respaldo de una teoría que sirva de fundamento para la comprensión y que precede a la investigación de los hechos. La captación y la formulación de los hechos son el resultado de la acción de la teoría. Las ciencias, todas, fabrican su objeto. Y en el caso de la ciencia de la historia, el proceso de elaboración se desencadena no por la sola existencia de los documentos, sino por la elección, delimitación y concepción del tema, la cuestión planteada. El hecho histórico es una construcción científica. Y cada acto de construcción y de selección de los hechos se funda en determinado conocimiento de la sociedad, en la representación de la sociedad y de su funcionamiento. Tan relevante es la base teórica en la construcción de los hechos históricos, que eso explica la variedad de intepretaciones del pasado.

Hasta aquí, Schaff ha disernido sobre cinco aspectos del hecho histórico con el propósito de comprender el significado de este concepto y avanzar hacia la explicación de la objetividad de la verdad histórica: la definición semántica de hecho histórico, la diferenciación estructural de hecho simple y complejo, el estatuto ontológico del hecho histórico como res gestae o historia rerum gestarum, y el estatuto gnoseológico, que implica la reconstrucción científica del pasado.

Concluida la disertación de base, Schaff se explaya en el estatuto gnoseológico, en cómo el sujeto se aproxima al conocimiento del hecho histórico y se encamina a las primeras conclusiones.

La selección de los hechos históricos se basa en una teoría o una hipótesis que es el sistema de referencia, determinando al mismo tiempo la orientación de la selección de los materiales históricos que constituyen el hecho dado. La hipótesis sirve para dar orden al caos existente en la multiplicadidad de acontecimientos. Por eso es que el hecho histórico es aquel del que habla la ciencia histórica (no es como los pescados en el mostrador, como diría Febvre, sino una construcción). La importancia y la significación a un acontecimiento es producto de una calificación valorativam que otorga un sujeto. Esta valoración implica la existencia de una relación cognoscitiva que parte de un acto subjetivo inmerso en el proceso de conocimiento. Schaff cita un pasaje ¿Que es la historia? de Carr en el que afirma que “en general puede decirse que el historiador encontrará la clase de hechos que busca. Historia significa interpretar”. También toma frases textuales de Febvre, quien sostuvo que “la historia es una elección. Arbitraria, no. Preconcebida, sí [...] sin teoría previa, sin teoría preconcebida, no hay trabajo científico posible [...]” Schaff apunta entonces que la selección de los hechos históricos está en función del contexto histórico del historiador y de la teoría que aplica. Es por esoque la teoría precede a los hechos. “La interpretación es, pues, lo que eleva los hechos ordinarios al rango de los hechos históricos -concluye- o derriba a estos de su pedestal.”


martes, 11 de octubre de 2022

Adam Schaff: el factor subjetivo en el conocimiento histórico

El registro de los daños en la portada.
Foto GGEM

Historia y verdad era en la década de 1980 un libro de lectura obligatoria para estudiantes de ciencias sociales inscritos en el curso de Introducción a la Historiografía en la Universidad Nacional Autónoma de México. Es un ensayo de epistemología del conocimiento histórico en el que su autor, el filósofo de origen polaco Adam Schaff, plantea que la investigación histórica es un acto subjetivo. Esto significa que los historiadores seleccionan, explican, comprenden y valoran hechos históricos desde una condición de sujetos que eligen su objeto de conocimiento, ratificando la subjetividad del proceso epistemológico. Esta tesis es contraria a la idea que sostiene la posible existencia de un conocimiento objetivo de la historia, en el que la tarea del historiador se reduce a una exposición de hechos “puros”, sin interpretación ni comentarios, una fórmula propia de los historiadores positivistas del siglo XIX.

Schaff es un filósofo marxista, epistemólogo, formado en Francia que en Historia y verdad utiliza el caso de la Revolución Francesa para explicar su tesis acerca de la subjetividad del conocimiento histórico o, visto de otra manera, para poner en tela de juicio nociones sobre la objetividad de dicho conocimiento histórico. Al revisar un conjunto de obras sobre el proceso revolucionario francés del siglo XVIII observa que aún cuando los historiadores acudan a fuentes iguales o similares, sus conclusiones son diferentes o inclusive contradictorias, porque el conocimiento del pasado está condicionado por una relación cognoscitiva establecida entre el sujeto cognitivo, determinado por su propio contexto social, que es su condición de clase, y el objeto de conocimiento.

Este libro fue publicado en la Ciudad de México en 1974 por la editorial Grijalbo. Fue el segundo tomo de una colección denominada Teoría y Praxis, dirigida por el también filósofo marxista Adolfo Sánchez Vázquez, nacido en España, pero radicado en México para protegerse de la dictadura de Francisco Franco. La publicación de esta serie de libros pudo ser en su momento una muestra de la excepcionalidad política que representó México en el escenario latinoamericano. Las universidades, como varias empresas editoras de libros y publicaciones periódicas, imprimieron libros que era inconcebible producir en países de América Central y América del Sur, que en los años sesenta, setenta y ochenta del siglo XX fueron gobernados por dictaduras militares, en diferentes lapsos.

La obra de Schaff, que porta el subtítulo de Ensayo sobre la objetividad del conocimiento histórico, contiene a modo de introducción el análisis de las causas de la Revolución Francesa, según la perspectiva de distintos relatores. El ensayo en sí mismo está fragmentado en tres partes: los “presupuestos metodológicos”, en el que describe la relación cognoscitiva y el proceso de conocimiento para plantear tres modelos de aproximación al conocimiento: el sujeto de cognición, el objeto de cognición y el conocimiento como resultado del proceso de cognición. En la segunda parte aborda el “condicionamiento social del conocimiento histórico”, en el que sostiene la tesis sobre “el carácter de clase del conocimiento histórico”. En la tercera parte, titulado “la objetividad de la verdad histórica”, explica porqué el conocimiento histórico es producto de un acto subjetivo desde la selección de los hechos que el historiador considera históricos y porqué la historia se reescribe continuamente, en función de las necesidades del presente y de los efectos que los acontecimientos tienen en el devenir.

Adam Schaff, Historia y verdad. Ensayo sobre la objetividad del conocimiento histórico. México, Grijalbo, 1974, primera edición. 1971, primera edición en alemán, Geschichte und Warheit, Europa Verlags AG.


lunes, 26 de septiembre de 2022

Iturbide y la última batalla por la independencia de México

En el trono que muestra la portada del libro aquí adjunto se sentó Agustín I, titular de una monarquía que existió del 28 de septiembre de 1821 al 23 de marzo de 1822 con el nombre de Imperio Mexicano.

No por una casualidad esta silla con sus áquilas doradas se conserva actualmente en un oratorio de la catedral de la Ciudad de México.

En 1820, conspicuos representantes de la jerarquía católica conspiraron al lado de los más ricos hacendados y comerciantes de la Nueva España para convertir en emperador de México a Agustín de Iturbide, un converso teniente coronel del ejército virreinal a la causa independentista, que en el último tramo de la guerra hizo que todo cambiara para que todo siguiera igual.

México se desprendía de España, pero quedaban excluidas las aspiraciones republicanas expresadas por los primeros insurgentes en la Constitución de Apatzingan de 1813. ¿Será por eso que muchos mexicanos se preguntan porqué a Iturbide no se le menciona en la ceremonia del Grito de Independencia entre los “héroes que nos dieron Patria”?. El libro de Jorge Belarmino Fernández Tomás no plantea esa interrogante, pero quizá un lector suspicaz la puede extraer de ahí.

Para que la Republica Mexicana se consolidara, el trono morado de la portada del libro que expone junto a los colores de la bandera, símbolos de la Iglesia católica como la cruz y la virgen de Guadalupe, fueron atravesados por espadas, mediante luchas por el Estado laico, la libertad de prensa, el voto universal y la autonomía de las distintas regiones de la América Septentrional integrantes de una unidad política que llevaba ya tres siglos en formación, desde 1521.

Los historiadores suelen afirmar que la historia se escribe desde el corazón. El libro de Jorge Belarmino Fernández Tomás no es en absoluto una excepción. En Guerra de Independencia; la última batalla describe y explica la estrategia de Iturbide para hacerse del poder, arropado por los conspiradores de la Profesa, el templo de San Felipe Neri que aún existe en el centro de la Ciudad de México, donde se hicieron los planes para que acaudalados y poderosos novohispanos preservaran sus intereses en aquel Imperio Mexicano.

El ensayo histórico de Fernández Tomás se basa en una investigación bibliográfica, que le resulta suficiente para sustentar su tesis. La heurística tiene un propósito revisionista de uno de los momentos clave de la historia de México. Coincide en el proyecto reinterpretativo con historiadores como Pedro Salmerón y escritores como Paco Ignacio Taibo, inconformes con otros relatos dominantes de la historia, como el de la llamada “conquista”, la denigración de la cultura mexica, el envilecimiento de la figura del cura Miguel Hidalgo y Costilla, Francisco Villa y otro líderes de la Reforma y la Revolución.

Aunque tiene como subtítulo “La última batalla”, el libro no es de historia militar propiamente, no está dedicado a narrar la última batalla que en sí tuvieron los insurgentes con el ejército realista de la Nueva España en la localidad de Azcapotzalco el 19 de agosto de 1821, entonces en la periferia de la Ciudad de México. Describe las acciones del teniente coronel realista Agustín de Iturbide para tomar el ppoder constituyendo una monarquía que preservaría los privilegios del clero, la cúpula militar y la alta burocracia novohispanas, los privilegios para hacendados y grandes comerciantes, creando la impresión de que todo cambiaría para que todo siguiera igual.

Para conseguir ese propósito, Iturbide echó mano de sus habilidades personales, de su raíz criolla, de su conocimiento de las armas y la estrategia militar, y de sus conexiones políticas en la Ciudad de México con los sectores más conservadores del virreinato de la Nueva España, de tradición e ideología monárquica. Reaccionó en 1820 a nuevas circunstancias de la guerra. A pesar de la campaña permanente contra la insurgencia, Vicente Guerrero había resistido en el sur del virreinato, al mismo tiempo que un movimiento liberal había retirado a Fernando VII del trono en España. Permanecía viva la lucha por una propuesta republicana, la abolición de la esclavitud, la proclamación de libertades y derechos individuales, la anulación del viejo régimen económico y del fuero religioso. Pero Iturbide interviene para fraguar un plan que asegure el final de la contienda, asumiendo el control del nuevo Estado.

El relato de Fernández Tomás comienza a partir de la reanimación de la actividad insurgente comandada por Guerrero, a quien describe como un tipo de indomable fortaleza de ánimo, carismático y popular. Durante una década había logrado mantener hombres en pie de lucha, que en noviembre de 1820 reciben los primeros embates del ejército virreinal, esta vez encabezado por Iturbide, que llega a la región con la idea de que los alzados atraviesan por un momento de debilidad.

Había sido Iturbide un feroz antiinsurgente, que llamaba “cura loco” a Miguel Hidalgo, el líder de la insurrección popular que se hizo de la victoria frente a las fuerzas virreinales en la batalla de las Cruces del 30 de octubre de 1810, en las montañas occidentales de la cuenca del valle de México. Después de la persecución y captura del párroco de Dolores, Iturbide fue enviado a pacificar la región del Bajío, epicentro de la insurrección. Cuando el presidente del Tribunal de la Inquisición, Matías Monteagudo, convocó a la conspiración de la Profesa, fue llamado a sentarse al lado de la alta jerarquía católica, de comerciantes y hacendados interesados en influir en el desenlace final de esta guerra, precisamente para asegurar la preservación de sus privilegios en el periodo posvirreinal.

Estando en las montañas del sur, Iturbide inicia un intercambio epistolar con Guerrero al mismo tiempo que mantiene las operaciones ofensivas, sin poder quebrantarlo. Su intención es atraerlo hacia la formación de un nuevo cuerpo militar que culmine la guerra de independencia, ofreciéndole conservar el mando de sus hombres. En la localidad de Mezcala, siguiendo los planes de la conspiración de la Profesa, cambia de bando y anuncia a las tropas que no serán más una fuerza realista y lanza un anzuelo ofreciendo a Guerrero en una misiva conservar el mando de sus tropas.

En respuesta, el insurgente le tiende una red, no solo un anzuelo, afirmando que puede contar con su apoyo si se decide “por los verdaderos intereses de la Nación” y puntualizando: “entonces tendrá la satisfacción de verme militar a sus órdenes y conocerá a un hombre desprendido de la ambición e intereses, que solo aspira a sustraerse de la opinión y no a elevarse sobre la ruina de sus compatriotas”.

Para ese momento, un grupo de representantes novohispanos estaba ya en España preparando su participación en las sesiones de las Cortes, en el contexto de lo que se conoce en la historiografía española como el periodo liberal. Bajo el brazo llevaban ya la iniciativa de reconocimiento de la independencia de la Nueva España. A propósito de esta misión, Guerrero le escribió a Iturbide en una de sus misivas que no esperara a que volvieran, porque “ni ellos han de alcanzar la gracia que pretenden, ni nosotros tenemos la necesidad de pedir por favor lo que se nos debe por justicia, por cuyo medio veremos prosperar este fértil suelo y nos eximiremos de los gravámenes que nos causa el enlace con España [...]”

Iturbide recibió como señales positivas el intercambio epistolar con Guerrero y en un nuevo papel le dice que irá a Chilpancingo, en cuyas cercanías “más haremos sin duda en media hora de conferencia, que en muchas cartas”. Rematando este texto, apunta: “me lisongeo de darle a Ud. en breve un abrazo”, que confirme su recién construida amistad.

Guerrero acudió con cierta cautela a ese encuentro conocido en la historiografía como el “abrazo de Acatempan”. Fernández Tomás afirma que aquel “cuida mantenerse en segundo plano” y que esa actitud la mantendrá en los días posteriores. “No nos extrañe entonces que cada vez se oculte al aplauso público, comenzando por la firma del Plan de Iguala”.

Este documento no había sido escrito a solas por Iturbide, aunque generalmente los historiadores dan por hecho que así fue. No estuvo al margen de la visión política de los conspiradores de la Profesa, en particular de Juan José Espinosa de los Monteros, un abogado criollo a quien consulta en varios momentos, antes de llegar a la cita con Odonojú en Córdoba, que además firmó como secretario vocal y miembro de la Junta Gubernativa el Acta de Independencia de “esta parte del Septentrión” de América y la constitución del Imperio Mexicano, el 28 de septiembre de 1821.

La batalla de Azcapotzalco se libró el 19 de agosto de 1821 con un saldo a favor del ya constituido Ejército de las Tres Garantías y cinco días después Iturbide y Odonojú firman los Tratados de Córdoba. La campaña de los independentistas, observa Fernández Tomás, se desarrolla en un territorio relativamente pequeño, si se toman en cuenta las enormes dimensiones del virreinato de la Nueva España. Este espacio geográfico va de Guadalajara y Valladolid, hoy Morelia, a Veracruz y Oaxaca. En esta fase final de la lucha, los viejos compañeros de Morelos vuelven a las armas: Nicolás Bravo, Ignacio López Rayón y José María Bustamante; además, Guadalupe Victoria abandona la selva veracruzana, después de haber pasado ahí cuatro años. Aparece como un militar realista en ascenso Antonio López de Santa Anna, que logra sitiar a un conjunto de insurgentes en Veracruz, negocia con ellos y se suma a la insurgencia en el último lapso de la guerra. Por todas partes los militares realistas cambian de bando. Los independentistas van cerrando el cerco en torno a la Ciudad de México y toman Cuernavaca, Puebla, Pachuca y Querétaro. En Puebla, los acaudalados y poderosos reciben a Iturbude en la catedral y ahí “recita una pieza de oratoria” y jura la independencia. Más que como un insurrecto, es bienvenido como un garante de la paz. El 27 de septiembre de 1821 encabeza Iturbide la entrada del Ejército Trigarante a la Ciudad de México y al día siguiente es proclamado el Imperio Mexicano. Ignorando los objetivos republicanos de la lucha iniciada por Hidalgo y seguida por Morelos y Guerrero, Iturbide se ciñe finalmente la corona del nuevo imperio en julio de 1822. Se había dado la última batalla.

José Belarmino Fernández Tomás, Guerra de independencia. La última batalla, México, Fondo de Cultura Económica, 2021.



jueves, 8 de septiembre de 2022

La batalla por Tenochtitlan de Pedro Salmerón



Símbolo de Tenochtitlan. Diseño de Pablo Moctezuma,
comisionado por el gobierno de la Ciudad de México.
Eje Central Lázaro Cárdenas y Avenida Madero, 2021.
Foto: GGEM

La interpretación es, pues, la que eleva
los hechos ordinarios al rango de los hechos
históricos o derriba a éstos de su pedestal.
Adam Schaff, Historia y verdad, 1971.

La batalla por Tenochtitlan de Pedro Salmerón es un libro que ofrece al lector una nueva narrativa de la invasión española a Mesoamérica en 1519, encabezada por Hernán Cortés (1485-1547). Deconstruye la versión “canónica” de lo que se denomina la “conquista de México”. Este relato se ha sostenido en al menos dos pilares. El primero es que la idea de de la ocupación de Tenochtitlan en 1521 fue “una de las más grandes hazañas militares de la historia”, a manos de cuatrocientos a mil “valientes que sojuzgaron a un poderoso imperio”. Y, segundo, que la ocupación de Tenochtitlan fue un “triunfo de la modernidad sobre el atraso”.

El punto fundamental de la reinterpretación de la invasión y ocupación española de Mesoamérica radica en la revisión y crítica de las fuentes que tradicionalmente han servido para escribir este episodio. Las Cartas de relación de Hernán Cortés y la Historia verdadera de la conquista de la Nueva España de Bernal Díaz del Castillo son los dos libros más citados en la historiografía sobre este tema. Una y otra vez, los llamados “cronistas de Indias”, los historiadores y los ensayistas han repetido la misma versión, con mayor o menos calidad literaria y metodológica.

Al hacer el repaso, Salmerón reclasifica las fuentes en “españolas” y “cuasiindígenas”; elimina el concepto de “fuentes de tradición indígena”, porque simplemente son inexistentes.

Las fuentes españolas provienen de los autodenominados “conquistadores” y los actores y testigos de los hechos parciales o totales: los ya mencionados Cortés y Díaz del Castillo, más fray Francisco de Aguilar, rescatado durante la expedición cortesiana a su paso por Yucatán, Juan Díaz, Andrés de Tapia, Bernardino Vázquez de Tapia y el llamado Conquistador Anónimo. Engrosan la lista de los españoles José de Acosta, Gonzalo Fernández de Oviedo, Juan Ginés de Sepúlveda, Antonio de Herrera y Tordesillas, Francisco López de Gómara, Pedro Mártir de Anglería y Antonio de Solís, que recogieron directamente versiones de los involucrados en la misión de ultramar. López de Gómara destaca entre todos ellos como el panegirista y autor de la historia oficial de Cortés, sin haber viajado nunca al continente americano.

El testimonio epistolar de Cortés fue escrito entre 1519 y 1526 como un alegato de autojustificación y defensa jurídico-política, cuyo propósito fue convencer al emperador Carlos V (1550-1558) de la legitimidad de las acciones del capitán, en momentos en que era cuestionado severamente desde La Habana y desde la península ibérica. Ignorando su finalidad intrínseca y tomándola como información irrebatible, las Cartas de relación se convirtieron con el paso del tiempo en la versión “canónica”, junto al texto de Díaz del Castillo.

En vida, Cortés pudo ver publicadas tres de las cinco cartas. Jacob Cromberger, el impresor de Nuremberg que emigró a España, publicó la segunda y tercera cartas en 1522 y 1523. La cuarta fue impresa en Toledo, en 1525. En Madrid, en 1842, fue encuadernada la primera y ahí mismo, en 1844, la quinta. (1) 

A las fuentes cuasiindígenas se les designa así porque su contenido proviene de presuntas versiones autóctonas, atravesadas por el tamiz español. La mediación de la fuente es lo que lleva a Salmerón a desechar su indianidad y en su lugar toma el concepto de cuasiindígenas utilizado por Mathew Restall, autor de un libro que porta un título iconoclasta, revelador de su posición crítica ante la versión española: Los siete mitos de la conquista.

La reclasificación es todo un desafío contra una corriente de larga data. En 1959 el historiador Miguel León Portilla publicó un libro titulado Visión de los vencidos, que tradujo una selección de cantos, poemas y relatos lírico literarios de origen indígena, presentados como verdad del pensamiento y sentimiento de los pueblos prehispánicos sobre la llegada de los españoles. Esta manera de narrar, apunta Salmerón, recoge en alguna medida los modos de pensar mesoamericanos, pero curte la narración de acuerdo a una tradición literaria católica-medieval, evidentemente impostada. El problema es que, si bien León Portilla hizo esta obra con la intención de ofrecer al mundo una narración no hispana, la primera sobre la destrucción de la cultura indígena, a la larga, apunta Salmerón, “el cuento” de ese libro no es “en realidad muy distinto, salvo en lo formal y lo poético”, de la versión canónica confeccionada por Cortés, Díaz del Castillo y López de Gómara ni era precisamente la voz de los pueblos nahuas. (2) Salmerón desmenuza:

León Portilla está convencido de que existe esa visión indígena, la de los derrotados por la Conquista, con mayúscula, así como víctimas de la destrucción total de una cultura. ¿Dónde encuentra esa visión? En los Cantares de Tlatelolco traducidos y editados por su maestro [el sacerdote] Ángel María Garibay; en la Relación anónima de Tlatelolco; en los “informantes” de fray Bernardino de Sahagún; en el testimonio pictográfico llamado Códice Florentino, y en otras fuentes pictográficas como el Lienzo de Tlaxcala y dibujos del Códice Ramírez. También en los libros de Fernando Alvarado Tezozómoc y Domingo Chimalpahin. (3)

El análisis de las fuentes es un asunto de primera línea porque son ellas el fundamento de la narración histórica. Visión de los vencidos es un pequeño libro que comenzó como una edición de historiografía especializada, una década después fue impreso y distribuido por la Secretaría de Educación Pública del gobierno federal mexicano y en los años setenta fue reimpreso por la Universidad Nacional Autónoma de México. La institución literaria y cultural de Cuba, Casa de las Américas, lo imprimió a fines de los sesenta y hasta los ochenta, una vez caída la dictadura franquista, fue publicado en España. Además ha sido traducido a varios idiomas de Europa y Asia. León Portilla es el más conocido de los historiadores que han acudido a fuentes de “tradición indígena” y su autor sostuvo en sus páginas que esta versión era una una manera de “encontrarnos” con la voz de “nuestros antepasados”.

Salmerón cita el análisis crítico de un historiador de nombre Guy Rozat, adscrito a la Universidad Veracruzana, que la década de 1990 analiza el libro desde perspectivas historiográfica y epistemológica. Denuncia el relato como una “trampa intelectual” del “librito” porque es una “caricatura producida por el discurso cristiano-occidental” y en consecuencia rechaza la indianidad de los “textos indígenas de la conquista”.

El libro de Salmerón consta de dos grandes secciones, la primera, compuesta por los primeros cuatro capítulos, aborda distintos episodios de la incursión de Cortés en 1519 hasta terminar con los hechos del 13 de agosto de 1521, el día de la caída. Para el capítulo V y los apéndices dejó aspectos de interés metodológico y de análisis conceptual que, en apariencia, pudieran resultar menos atractivos en una obra que pretende servir de vehículo de divulgación popular. En esa última parte, sin embargo, discurre sobre aspectos fundamentales para comprender el resto del tomo y encontrar el más profundo sentido a su disertación. Desagrega el tema de las fuentes, que en el cambio de perspectiva ofrece a los lectores una renovada y valiosa explicación e interpretación de porqué el concepto de “conquista” y, más aún el de “Conquista con mayúscula”, tiene una carga ideológica perversa que ha sobrevalorado la incursión española, denigrando a las civilizaciones mesoamericanas y generando la idea de que América fue salvada de la barbarie. Salmerón describe los hechos como lo que fue: una guerra; y plantea la duda acerca de la presunta “modernidad” de los españoles que llegaron a América, porque es más evidente que aquellos eran hombres de la cultura medieval.

Para presentar la versión hegemónica en pocas palabras, Salmerón sintetiza la obra del historiador búlgaro Tzvetan Todorov, que sostiene que Moctezuma se dejó capturar, que los pueblos que se aliaron a Cortés vieron en él “un mal menor”, que él supo aprovechar las “disensiones internas”, el hastío por la “maldad de los aztecas”, la superioridad de las arnas europeas, el efecto de los caballos, la concepción “moderna” de guerra y la aparición de una suerte de guerra bacteorológica. Salmerón explica:

[...] De esa versión hegemónica, canónica, se extrajeron potentes conclusiones filosóficas en el siglo XX, que adquirieron sus matices más acabados en autores como Emilio Uranga y Octavio Paz. La filosofía de lo mexicano, que inaugura Uranga entre 1947 y 1952, se propuso descubrir el ser, la esencia de la mexicanidad. Según esta corriente filosófica, el mexicano es un ser emotivo, sentimental, reservado, desconfiado, desguansado, melancólico, simulador, irresponsable, machista, dispendioso, relajiento, incapaz de expresar sus inconformidades, que imita lo extranjero por un sentimiento de inferioridad y que desprecia la vida humana. (4)

El laberinto de la soledad “acompaña estas ideas”, dice Salmerón sobre un libro que también ha sido repetidamente impreso, citado y recibido como una explicación válida de los mexicanos, dentro y fuera del país. Paz llevó además las conclusiones del Grupo Hiperión a la definición del mexicano como “hijo de la chingada”, en tanto producto de la violación de la madre indígena por el padre español. Esta percepción del mexicano corresponde a la mirada de desdeñosa superioridad de las élites, en la que unos jóvenes filósofos se arrogaron el derecho de hablar en nombre del mexicano, presentando una imagen denigrante de los sectores populares de la población, una mirada clasista y racista, manipuladora.

La “filosofía de los mexicano” coincidió en el tiempo con la “doctrina de la mexicanidad” elaborada por el PRI y el gobierno de Miguel Alemán, definiendo lo mexicano como único o peculiar y eliminando cualquier referencia a la lucha de clases, a las diferencias étnicas, sociales y económicas, para presentar una vía mexicana al desarrollo. Cualquier opción distinta fue calificada de “doctrina exótica” y traición al “espíritu nacional”, al tiempo que, durante décadas, hablar mal del gobierno o del presidente significó ser antimexicano. Esta filosofía de lo mexicano atribuyó a los traumas del mexicano la causa de los problemas del desarrollo en el país. Bajo esta lente -apunta Salmerón- era obvio que se le negara su capacidad para el ejercicio de la política y se le sometiera a la voluntad transformadora del Estado. Detrás de la definición del mexicano subyacen el racismo, la excepcionalidad del mexicano y una lectura de la historia que elimina el conflicto y la pluralidad. Esta idea del mexicano se sostiene en “dos ladrillos”: el de la conquista y el de la raza.

Citando a un historiador llamado Bernardo García Martínez, Salmerón dice que la ocupación de Tenochtitlan ha servido para inferir que esto significó la “conquista” de todo lo que hoy es México.

[...] la idea de raza y el sentido histórico (y arqueológico, antropológico, arquitectónico y artístico, como muestra la disposición misma del Museo Nacional de Antropología, obra cumbre del discurso priísta en esas materias) que se le dan a la nación, parecen nacer y condensarse en esa ciudad y en su conquista.5

Aclara más adelante que la inferencia es un exceso y un equívoco.

La historiografía crítica más reciente nos permitió a muchos lectores entender que no existe una “visión de los vencidos”, pues los relatos “de origen indígena” o “cuasiindígena” [...] comulgan en el mismo reclinatorio: cuentan el mismo cuento. Y no hay otras fuentes que estos, las de los “conquistadores” y los “indígenas”, sobre las cuales se han tendido capas y capas de historiografía, desde Juan de Torquemada hasta Hugh Thomas (un historiador muy leído, cuyo libro está plagado de errores, citas incorrectas e incomprensión histórica, como ha mostrado Jaime Montell [La conquista de México-Tenochtitlan, México, M. A. Porrúa, 2018.] (6)

Para tratar el tema de la presunta “modernidad” de los españoles que irrumpieron en México, Salmerón recupera los estudios analítico-historiográficos que muestran que eran medievales sus conceptos económicos, armas, creencias religiosas y su mentalidad toda. Con el fin de respaldar su argumento crítico, recupera los trabajos de los mexicanos Silvio Zavala y Luis Weckman, que tiempo atrás señalaron la medievalidad de los españoles del siglo XVI. Los llamados “cronistas de Indias” parecen hablar de sí mismos en el tono del Cid Campeador. También combaten junto a ellos y delante de ellos Santiago Matamoros, transformado en Santiago Mataindios, la virgen María y el apóstol san Pedro. Según el canon historiográfico, los españoles eran modernos porque invocaban a María en el jaleo y los indios eran primitivos porque nombraban a Huitzilopochtli, dios de la guerra. Citando a un colega de nombre Enrique Fuente Cid, Salmerón afirma que los españoles se insertan en la guerra santa y la cruzada, la guerra caballeresca y el avituallamiento por cuenta propia, haciendo de la incursión en Mesoamérica una extensión de las guerras medievales y contradiciendo la idea de que la movilización militar fue una empresa capitalista, bajo el supuesto de que Cortés y otros invirtieron en la formación de la flota invasora.

Tenochtitlan y el valle de México
en 1519. Mapa hecho en el siglo XIX
por el historiador mexicano Manuel
Orozco y Berra. Foto: GGEM
El papel que desempeñaron los caballos es otro blanco de contrapunto. Los textos canónicos presentaron a los equinos como seres divinos y la idea ha prevalecido en la historiografía más reciente. La realidad es que los indígenas supieron desde el principio de la llegada de los españoles que sus caballos eran animales, según ha probado Rozat, derrumbando aquella idea de que eran seres divinos, hombre integrados al cuerpo de un cuadrúpedo. Los equinos y los jinetes eran un “puñado”, los nativos los mataron con furia y les tendieron trampas para anularlos como a cualquier otro combatiente.

Las armas son igualmente asunto de controversia. El historiador José Lameiras, adscrito a la Universidad Michoacana, ha estudiado el armamento de los contendientes en el siglo XVI. En la guerra mesoamericana se utilizaron mayormente las armas de los indígenas, entre ellos el macahuitl (un mazo con picos de obsidiana), porque los combates fueron cuerpo a cuerpo, “pie con pie”, “frente a frente”. Las referencias en las crónicas a espadas, estoques, hachas y cuchillos eran en su concepto españolas, pero construidas con pedernal y obsidiana. Las ballestas se usaron al principio de la invasión, mas no en etapas posteriores, porque el proceso de carga era lento, poco manejables, escasas y su alcance era de 50 metros. Emplearon un instrumento medieval de lento procedimiento conocido como arcabuz y 93 escopetas que carecían de sistema de ignición. Hasta la segunda mitad del siglo XVI los españoles acudieron a armas de fuego más mortíferas llamadas mosquetes.

El “genio” de Cortés, mencionado generalmente en la historiografía, es posiblemente el factor relevante en la ocupación territorial y el arte de la guerra en Mesoamérica.

La dicotomía civilizados versus primitivos suele ser también citada por los cronistas e historiadores, señalando el presunto canibalismo de los mexicas. Esa presunta práctica, que los antropólogos de Tenochtitlan han logrado encontrar que era ritual y no consuetudinaria, pierde todo sentido cuando se sabe que en el largo sitio de la ciudad, caída el 13 de agosto de 1521, la gente moría de hambre, antes que aprovechar los cadáveres para su alimentación.

Este conjunto de ensayos fue
publicado en 2021
Salmerón confiesa haber escrito este libro sin ser un especialista en el periodo de referencia. Su campo de conocimiento es la Revolución Mexicana, mérito que lo llevó en 2018 a ser designado al puesto de director del Instituto Nacional de Estudios de las Revoluciones Mexicanas. En preparación al quinto centenario de la caída de Tenochtitlan y a los 200 años de la consumación de la independencia de México, en su calidad de funcionario vio la oportunidad de preparar investigaciones y eventos que echaran una mirada crítica a esos acontecimientos. Su abrupta salida de la institución en septiembre de 2021 le hizo aprovechar el abundante material especializado para escribir este conjunto de textos, que tienen más un carácter de ensayo histórico que una obra historiográfica sustentada en una investigación archivística. Hizo bien en no desperdiciar la oportunidad de reescribir la historia de la incursión española en Mesoamérica, planteando preguntas desde el presente y ofreciendo una renovada perspectiva de los hechos.

En los días en que leí este libro, saliendo en una ocasión de una cafetería ubicada en una zona de clase media de la periferia urbana noroeste de la Ciudad de México, en Ciudad Satélite, un hombre de unos 70 años que vio la portada del libro de Salmerón me pidió mi opinión, mostrando una sonrisa. Pensé un par de segundos mientras lo miré a los ojos. Supuse por su vestimenta formal, de saco y camisa, aunque sin corbata, que él sería un empresario de medio nivel o un profesionista al que le gustaría escuchar que la obra narra la epopeya del capitán español que todos han oído. “Este libro -le dije- va a cambiar el sentido de la enseñanza de la historia de la invasión española a Mesoamérica en el siglo XVI”. Desdibujó su sonrisa, me miró con duda de arriba a abajo y siguió su camino.

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1) Manuel Alcalá, en Hernán Cortés, Cartas de relación, México, Porrúa, 1960, Nota preliminar. Describe los hechos sobre la conservación y publicación impresa de las cinco epístolas.

2) Pedro Salmerón, La batalla por Tenochtitlan, México, Fondo de Cultura Económica, 2021, p. 285.

3) Op cit, p. 285.

4) Op cit, p. 284.

5) Op cit, p. 258.

6) Op cit, p. 259.