viernes, 27 de mayo de 2016

La reforma del Estado mexicano y los derechos humanos: una historia reciente

México ha estado inmerso en una serie de reformas políticas y económicas desde la década de 1990, tras de que la sociedad reclamó mayores espacios democráticos. En el núcleo de esas demandas han estado siempre los derechos fundamentales del hombre y el ciudadano. Las reformas de 2011 llevaron por primera vez a rango constitucional a los derechos humanos; actualizaron el lenguaje doctrinario de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos, definieron con mayor precisión la dignidad individual y cívica de los ciudadanos y ensancharon la dimensión de las relaciones internacionales de México, fincándola en el reconocimiento de los derechos humanos como base del fomento a la paz y al desarrollo.
            La consagración de los derechos humanos en nuestra Constitución, por primera vez en la historia constitucional mexicana, es resultado de una larga cadena de acciones políticas de la nación, en busca de un orden social cada vez más apegado a derecho. No es un proceso acabado, como no es posible detener la fuerza dinámica de las transformaciones sociales y la renovación de mentalidades colectivas. Pero es un hecho significativo en la historia jurídica de México.
            El tema del estado de derecho fue uno de los grandes temas de la reforma del Estado mexicano, que comenzó a plantearse en las dos últimas décadas del siglo XX, tanto en el plano de la economía como de la política. El plan reformador fue ligado a la economía y las finanzas públicas, a la superación del modelo nacionalista, a la supresión de la intervención estatal directa en la producción de bienes y servicios, al desmantelamiento de mercados localmente monopólicos y cerrados al comercio y las finanzas internacionales. Las reformas se aplicaron al campo político, no sólo a las libertades de definición individual y goce colectivo, como las libertades de expresión y prensa, sino también a derechos tales como el de organización colectiva; los partidos políticos fueron declarados constitucionalmente asuntos de interés del estado. Toda esta mutación fue esencialmente una actualización de los derechos políticos en México, derechos políticos que son esencialmente derechos fundamentales, es decir, derechos humanos.
            La necesidad de actualizar continuamente al Estado mexicano se vio reflejada en cambios a la legislación electoral de la década de 1960 para dar acceso parlamentario a la incipiente oposición. El partido gobernante, formado como alternativa a la guerra de los revolucionarios de 1910-1917, cedió espacio en el debate parlamentario a los diputados de partido, en 1964. Aquel primer paso hacia la pluralidad ideológica se transformó en 1978 en la primera gran reforma política, que desembocaría 22 años después en la primera alternancia del poder, democrática y pacífica.
            Poco antes de aquel acontecimiento, el Poder Judicial entró también en una primera reforma legal e institucional y el artículo cuarto constitucional reconoció explícitamente los derechos de los pueblos indios de México.
La Suprema Corte de Justicia de la Nación transfirió al Consejo de la Judicatura labores administrativas e incrementó el número de tribunales de primera y segunda instancia para desahogar funciones y concentrarse en asuntos de constitucionalidad. Los debates y las sentencias del máximo tribunal del país adquirieron mayor relevancia con opiniones plurales. La Procuraduría General de la República, cuyo titular dejó ser identificado como abogado de la nación, a principios de la década de 1990, ha modificado su estructura para consolidarse como una fiscalía del Ejecutivo federal. Igualmente las policías comenzaron a ser reorganizadas y a exigir mayores requisitos a sus postulantes para tratar de responder a las demandas de seguridad pública de la población, así como al respeto de sus derechos humanos, exponiendo públicamente los casos de abuso de autoridad, desaparición forzosa y ejecución extrajudicial. También las fuerzas armadas, particularmente el ejército, han sido llevadas a la exposición pública de las violaciones que cometen a los derechos fundamentales.
            La reforma constitucional de 2011 a los derechos humanos significa la culminación de un largo proceso nacional, que vive al lado de un proceso internacional, guiado centralmente por la Organización de Naciones Unidas. Este organismo, la más importante acción emprendida por la humanidad para promover la paz y el desarrollo humano, nació en 1945 con un marcado énfasis en el fomento de los derechos humanos. En un principio fueron básicamente los derechos del hombre y del ciudadano, pero la Declaración Universal de Derechos Humanos de 1948 propició todo un cambio en el debate y la formulación de la doctrina, poniéndola en el centro de la actividad de la ONU.          Es la preservación los derechos y las libertades de los individuos lo que debe mover a la ONU: la vida, el derecho a vivir sin miedo, las libertades individuales de goce colectivo; todo esto y los derechos humanos de nueva generación, como los derechos sociales de salud, educación y trabajo o el derecho a un medio ambiente limpio, se reflejan en las instituciones surgidas de la conferencia de San Francisco, cuna de la ONU.
            Esta universalización de los derechos humanos, bajo los auspicios de la ONU, abrió el camino para que la legislación mexicana comenzara a armonizarse con el lenguaje de las normas y las instituciones surgidas de la ONU, como la Comisión de Derechos Humanos, hoy Consejo de Derechos Humanos, así como la Corte Internacional de Justicia. Los temas de derechos humanos han quedado por encima de los principios de soberanía y no intervención en asuntos internos de los Estados.
            Así se llegó a la reforma constitucional de 2011 con una cauda de acontecimientos y cambios jurídicos al Estado. La creación de una Comisión Nacional de Derechos Humanos en 1993 fue otro momento en el que México dio un paso institucional relevante, congruente con los ideales de San Francisco de 1945, a los que México asistió de convicción, reconociendo, sin embargo, un rezago.
            La reforma constitucional expandió el contenido del artículo primero constitucional. Suprimió el concepto de garantías individuales que venía de la tradición liberal del siglo XIX mexicano y específicamente de la Constitución federal de 1857. Pero hizo compatible el lenguaje jurídico nacional con los preceptos universales. Para empezar, reemplazó el título del capítulo I, "De las garantías individuales", por este: "De los derechos humanos y sus garantías". Además elevó a nivel constitucional los derechos humanos garantizados en los tratados internacionales e hizo patente su principio de universalidad, con lo que la política exterior, definida en el artículo 89 constitucional como una de las facultades y competencias del Poder Ejecutivo, adquirió el compromiso de promover y proteger los derechos humanos universalmente, lo que significó dejar en el pasado los principios de soberanía nacional y no intervención, en aras de preservar los derechos humanos. Este es el alcance de la reforma constitucional de 2011 en México, nada más significativo en materia de garantías individuales desde la adopción del juicio de amparo en la Constitución de 1857, una muestra del apego de México al derecho internacional y sus instituciones.


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jueves, 19 de mayo de 2016

La propiedad y el trabajo en los orígenes del sistema económico mexicano




* Las bulas alejandrinas en el proceso de la conquista militar y el despojo de la tierra
* Las mercedes, la encomienda, la esclavitud, la mita y el peonaje
* La breve apostólica inter caetare, la invasión, la ocupación y la conquista espiritual

El Curso de historia económica de México de Diego López Rosado es un libro extraordinario que ha sobrevivido más de medio siglo como referente de la historiografía general de México. Fue publicado por primera vez en 1954, pero su información fue recopilada por un economista minucioso, apoyado en una selecta bibliografía, también de muy alta calidad, como es la obra de Lucio Mendieta y Núñez, Agustín Cánova Cue, Ramón Piña Chan, Carlos Pereyra, Silvio Zavala, Felix Palavicini, Jorge Vera Estañol, Alberto J. Pani, Jesús Silva Herzog, Luis Chávez Orozco, Jorge Espinosa de los Reyes, Matías Romero, Vicente Riva Palacio, Lucas Alamán, Francisco Bulnes, historiadores, arqueólogos, economistas, diplomáticos, intelectuales en una palabra, que López Rosado retoma como fuente de datos y análisis, sintetizando muchas de sus aportaciones en un extenso texto que enumera y aborda sustantivamente los temas fundamentales de la economía nacional, sus orígenes y desarrollo. No faltan las referencias al varón Alejandro de Humboldt y al mismísimo Hernán Cortés y sus Cartas de relación.
El libro está dividido en tres partes, el periodo prehispánico, el virreinal y el independiente, fragmentado en tres partes, de 1821 a 1880; de 1881 a 1910; y de 1911 a 1925. Su oferta académica es tan sustanciosa que el libro bien podría servir de referencia básica en el estudio general de las ciencias sociales y las humanidades. Aquí se encuentra todo: desde las razones que llevaron al cultivo de la caña de azúcar, los cereales y la producción petrolera o industrial, hasta la construcción de caminos y servicios de telecomunicaciones, pasando por los aspectos legales de la propiedad de la tierra, en diferentes momentos. Es posible que el libro esté rebasado en la actualidad en algunos aspectos -comenzando por el hecho de que el periodo histórico que cubre termina en 1925-, pero la precisión de la obra lo hace de inevitable consulta.
El libro tiene un índice analítico con medio centenar de entradas, entre las cuales no están, sorprendentemente, conceptos fundamentales del periodo virreinal, como encomienda, mercedes, hacienda, obraje, mita, jornal, que, sin embargo, están muy bien explicados en el capítulo II, donde desarrolla el tema de la economía virreinal. La reseña de este libro de López Rosado se centra precisamente en estos conceptos, que en la práctica fueron clave para la transición al capitalismo en México.
Esta reseña pretende arrebatar del ensayo de López Rosado los elementos fundamentales que explican las instituciones económicas del Virreinato de la Nueva España, como base para comprender las raíces de la economía de México en los siglos posteriores.
Para comprender la economía virreinal hay que partir del hecho de que en la Nueva España hubo tres actividades lucrativas muy importantes: la minería, la agricultura y la ganadería. La minería fue a la larga el gran tesoro que Cortés exigió infructuosamente a Cuauhtémoc hasta que lo mató por negarse a revelar un secreto que no existía, porque el tesoro como tal nunca apareció, como tampoco fue hallada la mítica ciudad de El Dorado, que buscaron por doquier los invasores de Mesoamérica y que llevaron literalmente a la locura a gente como Álvar Núñez Cabeza de Vaca, extraviado durante una década en América del Norte y preso de tribus indias por algunos años.
La agricultura y la ganadería acompañaron no solo la colonización inicial emprendida por los soldados y oficiales del pequeño ejército de Hernán Cortés, en la primera mitad del siglo XVI. La agricultura y la ganadería ser convirtieron en la base de la economía antes del descubrimiento de abundantes minas en el territorio central y norteño de México. Aunque la producción agropecuaria se desarrolló y acompañó a la minería, aquel sector tuvo sus propios momentos de auge; primero con las encomiendas y, sobre todo, con el surgimiento y expansión del sistema productivo conocido como hacienda, que habría de tener su mayor auge hasta el último tercio del siglo XIX. Agricultura y ganadería estuvieron vinculados plenamente al mercado interno, mientras que la minería se conectó y vivió en función del mercado externo.
La encomienda fue el primer sistema de explotación de la tierra y el trabajo en la América ocupada por los españoles. No fue un sistema feudal en sentido estricto, pero recurre a sus métodos, notablemente al de someter al individuo a la vida en un sitio específico, formando una gleba. López Rosado, atinadamente y citando a Agustín Cué Cánovas (Historia social y económica de México, 1521-1810, México, 1946, p. 81), apunta que la encomienda fue creada con dos rostros, uno teórico legislativo y uno real.
            (…) el teórico legislativo, que la presenta como una especie de contrato según el cual el indígena recibiría catequización y tutela a cambio de la obligación de pagar un tributo y de trabajar gratuitamente en las tierras de los encomenderos. El aspecto real que impusieron los españoles, consideraba al indio como vencido, al que todo se le podía exigir y se le miraba como un accesorio de la tierra conquistada.
                Al igual que otras instituciones indianas, la encomienda nació en las Antillas y ya había dado resultados fatales en Cuba, por lo que Cortés dudó antes de implantarla en la Nueva España, pues no la aprobó en un principio Carlos V; sin embargo, el conquistador buscó en ella una recompensa para sus compañeros de armas y un incentivo para arraigarlos en las tierras sometidas. Aunque ya se habían hecho los primeros repartimientos, “en 1528 y ante la fuerza de los hechos consumados, la Corona autorizó a la nefasta primera audiencia para que perpetuase entre los conquistadores y pobladores las encomiendas, con la limitación de que a ninguno se asignase más de trescientos indios. Los oidores cumplieron tan bien dichas disposiciones que concedieron encomiendas de diez y doce mil indios”.
                La condición de los indios encomendados puede equipararse a la de los esclavos, en virtud del trabajo agotador y a los malos tratos de que fueron objeto, pues el encomendero, empujado por su ambición, sólo perseguía obtener de ellos el mayor rendimiento posible, por lo que nunca acataron las leyes que ordenaban un trato benigno, en general, para los indios; este abuso fue, sin duda, uno de los factores que haría de desaparecer más tarde la encomienda.
                Numerosos fueron los intentos de la Corona para suprimir las encomiendas o para limitarlas en duración, pero resultaron vanos sus esfuerzos ante la tenaz resistencia de los encomenderos, hasta que fueron extinguidas mediante el decreto del 23 de noviembre de 1718, confirmado posteriormente por los de julio y diciembre de 1720 y el 27 de septiembre de 1721. La desaparición de la encomienda se debió, más que nada, a sus malos rendimientos económicos y a la aparición y desarrollo del peonaje, que surgió al formarse los grandes latifundios. (1)
Las dificultades para establecer un sistema económico lucrativo para los españoles ocupantes de las tierras mesoamericanas y, al mismo tiempo, para la Corona, llevaron a fórmulas alternativas de trabajo y explotación de los recursos. Unos rayaron en el esclavismo, que fue la primera opción de los invasores, mientras que otros se acercaron a los modelos capitalistas. Así se hacía la construcción de una nueva sociedad, que a la larga, sería una nueva nación.
            La esclavitud indígena no tuvo larga vigencia legal en la Nueva España, pues sólo se refiere al periodo de la Primera Audiencia y a las expediciones de Nuño de Guzmán a Pánuco (actualmente en el estado de Zacatecas) y Nueva Galicia; el establecimiento de la encomienda y la alarmante despoblación, dieron lugar a que pronto se prohibiera su uso entre los indios. (2)
La Corona española intentó remediar los problemas del esclavismo y la sobre explotación del  trabajo indígena mediante la introducción de esclavos africanos, aprobada y fundamentada legalmente en el Tratado de Utrech. El tiempo habría de dar paso en el mismo siglo XVI a un sistema conocido como mita, que se aleja de la encomienda y de los métodos feudales, pero no libera plenamente al trabajador; es un paso hacia el capitalismo, pero incompleto.
La mita o repartimiento de indios para trabajos diversos, por un tiempo variable y con el pago de un salario o jornal a través de un contrato, es un tipo intermedio entre la encomienda y el peonaje. Estuvo sujeta a ciertos requisitos tales como: que los trabajos redundasen directamente en utilidad pública y no en beneficio privado, como los servicios domésticos; que se determinasen por virreyes y audiencias las horas de trabajo; que no padecieran injusticias, vejaciones ni ningún género de servidumbre; que no fuesen llevados a largas distancias ni de un clima a otro; que se les pagase jornal competente, en mano propia y en dinero; que se les pagasen los días de ida y vuelta al lugar de trabajo; que se les diesen los mantenimientos y ropa a precios moderados y que se curase a los que enfermasen en el trabajo. Todas esas disposiciones desgraciadamente fueron letra muerta y los abusos y crueles exigencias abundaron. La mita fue implantada en las labores agrícolas, ganadería y pastoreo; explotación de las minas de oro y plata y en el beneficio de esos metales; ingenios y servicios domésticos. En general se pagaba un cuarto de real por día a estos indígenas. (3)
El siguiente peldaño en la ruta del capitalismo fue el peonaje, que estuvo directamente relacionado con el desarrollo de la propiedad privada que había inhibido la encomienda y la conservación de pueblos indígenas y sus sistemas de producción. Con el tiempo y la formación de grandes propiedades agropecuarias, las llamadas haciendas, los peones se convertirían en elementos clave de los procesos de producción y del naciente sistema capitalista. A esto habrían de contribuir los escasos medios de transporte y comunicación a distancia, sometiendo a un arraigo profundo a los trabajadores, fundado en la inmovilidad y el sistema económico.
El peonaje fue una consecuencia de la expansión de la propiedad privada, que siempre se hizo en detrimento de la propiedad comunal indígena, de manera que muchos de sus habitantes tuvieron que incorporarse a las grandes haciendas en calidad de peones y sujetos a una intensa explotación, pues el salario fluctuaba entre uno y dos reales diarios, por una prolongada jornada de trabajo “de sol a sol”. La costumbre de hacer préstamos a los trabajadores, como anticipo de sus jornales, que por sus reducidos ingresos generalmente no podían pagar, los obligaba a vivir como peones acasillados en las haciendas, sin poder salir de ellas en tanto no satisficieran sus deudas. (4)
La Corona hizo varios intentos para mejorar la dura situación de los peones, sobre todo a través del Bando del 23 de marzo de 1785, que estipuló la prohibición de conceder préstamos elevados a los indígenas y limitó a 12 horas diarias la jornada de trabajo, incluidas dos horas de descanso, entre las 12 y las dos de la tarde. Los peones fueron declarados en libertad, aunque eran al mismo tiempo vasallos del rey, al igual que los españoles. El bando estableció que los salarios debían pagarse en efectivo y no en especie, con la finalidad de eliminar las “tiendas de raya”, que ya eran parte del escenario de las haciendas en el siglo XVIII.
Otras dos formas de ejecución y contratación del trabajo se desarrollaron en las haciendas o cerca de ellas, el obraje y los gremios. López Rosado define que “el gremio o el obraje fueron las dos instituciones económicas en las cuales se realizó el trabajo industrial; en los primeros laboraban hombres libres y encomendados; esclavos y jornaleros en los segundos”. Explica además que:
Numerosas comunidades indígenas continuaron practicando sus artesanías para poder pagar sus tributos y sobrevivir, aprovechando que la demanda local y regional de esos artículos era constante; en otras zonas rurales también surgieron artesanías a cargo de los mestizos y, además, entre los nuevos pobladores españoles vinieron también artesanos de diversos oficios, que encontraron un campo propicio para ejercer sus habilidades. Estos grupos fueron quienes organizaron los primeros gremios, agrupaciones de artesanos de un mismo oficio. (5)
Las relaciones y el desarrollo de los gremios fue objeto de la legislación española, mediante ordenanzas y reglamentos. Dentro de los gremios había una jerarquía, distinguiéndose a los maestros artesanos de los oficiales y aprendices; para pasar de una posición a la siguiente se requerían años de práctica y el pago de derechos. Las ordenanzas sobre gremios concedieron a estas agrupaciones el monopolio laboral de la industria, pues nadie podía dedicarse a ningún oficio sin estar previamente autorizado por el gremio.
El obraje es otra de las instituciones de la economía virreinal, ligada principalmente a las ciudades de México, Puebla y León, pero igualmente vinculada a algunas haciendas. El obraje es un núcleo preindustrial, el embrión de la fábrica moderna. Fue una institución creada por comerciantes, que vieron en esta actividad una manera de elevar sus utilidades, estableciendo sus propios espacios de producción y pagando al trabajador un salario por su fuerza de trabajo. La mano de obra era proporcionada, fundamentalmente, por los indígenas, según López Rosado.
Otra de las instituciones jurídicas del virreinato, con fuertes repercusiones económicas, fueron las mercedes, que fueron el origen de las haciendas.
Los repartos o “mercedes” fueron concedidos por la corona con el fin de estimular la colonización y la economía de la Nueva España, bajo una legislación expedida en Valladolid el 20 de noviembre de 1536 (Ley XI), que reglamentó la entrega de tierras y condicionó su dotación a su debida explotación agrícola.
La justificación legal de la corona para repartir las tierras se encuentra en un documento emitido por Alejandro VI en 1493. Generalmente se le llama la bula alejandrina o bula de partición, pero el texto que específicamente confiere a los reyes católicos la potestad sobre las tierras descubiertas por Cristóbal Colón ni es bula ni es una sola. Se trata de un tipo de documento escrito y publicado por los pontífices católicos a los que se denomina Breve apostólico inter caetera.
El texto fue publicado con fecha 3 de mayo de 1493 y ahí, Alejandro VI concede a los reyes de Castilla y Aragón, Fernando e Isabel, el dominio sobre “cada una de las tierras e islas” descubiertas en 1492, así como “las que descubran en adelante, que bajo el dominio de otros señores cristianos no estén constituidas en el tiempo presente”. Este breve apostólico fue seguido de otros tres, que incluye la famosa Bula menor Inter caetera, fechada el 4 de mayo de 1493, en la que se fija un límite a la navegación y posesión de tierras “cien leguas al occidente” de las islas Azores y Cabo Verde, dando lugar a las actividades marítimas de otros Estados en América. La Bula menor Inter caetera no asigna espacios a Portugal, pero al mes siguiente, los representantes de Juan II y de los reyes católicos redactaron y firmaron el Tratado de Tordesillas (en Valladolid, España), que delimita las áreas de intervención portuguesa y española, lo que facilitó la posterior fundación de Brasil.
Por si fuera poco lo anterior, el Breve apostólico inter caetera también concedió a los reyes católicos el monopolio del comercio en las tierras descubiertas a partir de 1492, una decisión que tendría fuertes repercusiones en la vida económica de la Nueva España y el resto de los territorios americanos.
En este mismo documento, el papa Alejandro VI impuso a los reyes católicos la obligación de enviar misioneros que convirtieran a “la fe católica” las poblaciones indígenas. Este punto en particular, pero en general las bulas alejandrinas propiciaron una serie de debates intelectuales entre juristas del siglo XVI (1512 y 1550-1551), que incluye la discusión de los justos títulos del dominio sobre las Indias occidentales o la polémica de los naturales, donde aparecen Bartolomé de las Casas y Juan Ginés de Sepúlveda, uno defendiendo los derechos de cristianización de los indígenas y el otro señalando su presunta inferioridad y derecho a hacerles la guerra.
Las bulas alejandrinas motivan y fundamentan la autoridad de los reyes católicos y sus sucesores para conceder las mercedes de tierra y de agua en los virreinatos americanos. De la función colonizadora que tuvieron inicialmente se pasó a una función económica y mercantil.
Con el tiempo se creó un mercado sobre los títulos que se otorgaban con las “mercedes”, por lo que apareció una nueva forma de adquirir las tierras: la compraventa. Mediante ella y el despojo, se empezaron a formar los grandes latifundios, siendo los mismos indios vendedores de tierras, lo que dio lugar a la Ley XXVII del 24 de mayo de 1571, en la que se fijaban las condiciones dentro de las cuales podía realizarse la venta, pero sin prohibirla: “Cuando los indios vendieren sus bienes raíces y muebles, conforme a lo que se les permite, tráiganse a pregón en almoneda pública en presencia de la justicia”… No obstante las disposiciones de protección al indio a través de las Leyes de Indias, aparecieron las llamadas “composiciones”, que eran de dos tipos: la que sustituía a la concesión gratuita de tierras, en la que se remataban en subasta pública tierras propiedad de la Corona y, la segunda, la confirmación de posesiones mediante pago, a todos aquellos que la tuvieran en forma irregular. (6)
A pesar de las enormes dimensiones legales, económicas y religiosas de las bulas alejandrinas, la breve apostólica y la bula citadas aquí tienen un nombre de apariencia simple, que no va para nada con el impacto de estos documentos papales. Inter caetera significa “entre otras cosas”. Pero el efecto de sus prescripciones no solo fue una justificación legal del despojo derivado de la invasión y la ocupación militar de Mesoamérica. También dio impulso a lo que la historiadora mexicana Alejandra Moreno Toscano describió como la “conquista espiritual”, que incluyó la imposición de una religión y nuevas formas de vida a los pueblos indígenas mesoamericanos.
En relación con el tema de la validación jurídica de la conquista militar, la invasión y la ocupación, López Rosado cita un concluyente texto de Mendieta Núñez, en el que dice:
Los españoles quisieron dar a la Conquista una apariencia de legalidad, y al efecto, invocaron como argumento supremo la bula de Alejandro VI, laudo arbitral con el que fue solucionada la disputa que entablaron España y Portugal sobre la propiedad de las tierras de Indias descubiertas por sus respectivos nacionales.
Los sacerdotes más ilustres, entre ellos el padre de Las Casas, afirmaron que el Papa sólo dio a los Reyes Católicos la facultad de convertir a los indios a su religión; pero no el derecho de propiedad sobre sus bienes y señoríos. En cambio, juristas de la época afirmaron que la bula de Alejandro VI les dio la propiedad absoluta de unos y otros. En la época y dado el espíritu religioso del pueblo español, la bula de Alejandro VI fue el verdadero y único título que justificó la ocupación de las Indias por las fuerzas reales de España; éstas no conquistaban para el Estado español las tierras descubiertas; tomaban posesión de ellas en nombre de los reyes y para los reyes; ocupaban lo que, en virtud de la bula de referencia, ya era propiedad de la Corona española, y en esta virtud siempre se consideró que los territorios de las Indias pertenecían al real patrimonio. (7)
Tenemos entonces que inter caetera no fue simplemente “entre otras cosas”, ninguna cosa menor, sino realmente el documento fundamental de la toma española de América.

Notas
1) López Rosado, Diego, Curso de historia económica de México, UNAM, tercera edición, 1973, primera reimpresión, 1981, p. 115.
2) Op cit, p. 116.
3) Idem.
4) Idem.
5) López Rosado, pp. 117-118.
6) Op cit, pp.93-94.
7) Op cit, p. 92.

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