lunes, 26 de septiembre de 2022

Iturbide y la última batalla por la independencia de México

En el trono que muestra la portada del libro aquí adjunto se sentó Agustín I, titular de una monarquía que existió del 28 de septiembre de 1821 al 23 de marzo de 1822 con el nombre de Imperio Mexicano.

No por una casualidad esta silla con sus áquilas doradas se conserva actualmente en un oratorio de la catedral de la Ciudad de México.

En 1820, conspicuos representantes de la jerarquía católica conspiraron al lado de los más ricos hacendados y comerciantes de la Nueva España para convertir en emperador de México a Agustín de Iturbide, un converso teniente coronel del ejército virreinal a la causa independentista, que en el último tramo de la guerra hizo que todo cambiara para que todo siguiera igual.

México se desprendía de España, pero quedaban excluidas las aspiraciones republicanas expresadas por los primeros insurgentes en la Constitución de Apatzingan de 1813. ¿Será por eso que muchos mexicanos se preguntan porqué a Iturbide no se le menciona en la ceremonia del Grito de Independencia entre los “héroes que nos dieron Patria”?. El libro de Jorge Belarmino Fernández Tomás no plantea esa interrogante, pero quizá un lector suspicaz la puede extraer de ahí.

Para que la Republica Mexicana se consolidara, el trono morado de la portada del libro que expone junto a los colores de la bandera, símbolos de la Iglesia católica como la cruz y la virgen de Guadalupe, fueron atravesados por espadas, mediante luchas por el Estado laico, la libertad de prensa, el voto universal y la autonomía de las distintas regiones de la América Septentrional integrantes de una unidad política que llevaba ya tres siglos en formación, desde 1521.

Los historiadores suelen afirmar que la historia se escribe desde el corazón. El libro de Jorge Belarmino Fernández Tomás no es en absoluto una excepción. En Guerra de Independencia; la última batalla describe y explica la estrategia de Iturbide para hacerse del poder, arropado por los conspiradores de la Profesa, el templo de San Felipe Neri que aún existe en el centro de la Ciudad de México, donde se hicieron los planes para que acaudalados y poderosos novohispanos preservaran sus intereses en aquel Imperio Mexicano.

El ensayo histórico de Fernández Tomás se basa en una investigación bibliográfica, que le resulta suficiente para sustentar su tesis. La heurística tiene un propósito revisionista de uno de los momentos clave de la historia de México. Coincide en el proyecto reinterpretativo con historiadores como Pedro Salmerón y escritores como Paco Ignacio Taibo, inconformes con otros relatos dominantes de la historia, como el de la llamada “conquista”, la denigración de la cultura mexica, el envilecimiento de la figura del cura Miguel Hidalgo y Costilla, Francisco Villa y otro líderes de la Reforma y la Revolución.

Aunque tiene como subtítulo “La última batalla”, el libro no es de historia militar propiamente, no está dedicado a narrar la última batalla que en sí tuvieron los insurgentes con el ejército realista de la Nueva España en la localidad de Azcapotzalco el 19 de agosto de 1821, entonces en la periferia de la Ciudad de México. Describe las acciones del teniente coronel realista Agustín de Iturbide para tomar el ppoder constituyendo una monarquía que preservaría los privilegios del clero, la cúpula militar y la alta burocracia novohispanas, los privilegios para hacendados y grandes comerciantes, creando la impresión de que todo cambiaría para que todo siguiera igual.

Para conseguir ese propósito, Iturbide echó mano de sus habilidades personales, de su raíz criolla, de su conocimiento de las armas y la estrategia militar, y de sus conexiones políticas en la Ciudad de México con los sectores más conservadores del virreinato de la Nueva España, de tradición e ideología monárquica. Reaccionó en 1820 a nuevas circunstancias de la guerra. A pesar de la campaña permanente contra la insurgencia, Vicente Guerrero había resistido en el sur del virreinato, al mismo tiempo que un movimiento liberal había retirado a Fernando VII del trono en España. Permanecía viva la lucha por una propuesta republicana, la abolición de la esclavitud, la proclamación de libertades y derechos individuales, la anulación del viejo régimen económico y del fuero religioso. Pero Iturbide interviene para fraguar un plan que asegure el final de la contienda, asumiendo el control del nuevo Estado.

El relato de Fernández Tomás comienza a partir de la reanimación de la actividad insurgente comandada por Guerrero, a quien describe como un tipo de indomable fortaleza de ánimo, carismático y popular. Durante una década había logrado mantener hombres en pie de lucha, que en noviembre de 1820 reciben los primeros embates del ejército virreinal, esta vez encabezado por Iturbide, que llega a la región con la idea de que los alzados atraviesan por un momento de debilidad.

Había sido Iturbide un feroz antiinsurgente, que llamaba “cura loco” a Miguel Hidalgo, el líder de la insurrección popular que se hizo de la victoria frente a las fuerzas virreinales en la batalla de las Cruces del 30 de octubre de 1810, en las montañas occidentales de la cuenca del valle de México. Después de la persecución y captura del párroco de Dolores, Iturbide fue enviado a pacificar la región del Bajío, epicentro de la insurrección. Cuando el presidente del Tribunal de la Inquisición, Matías Monteagudo, convocó a la conspiración de la Profesa, fue llamado a sentarse al lado de la alta jerarquía católica, de comerciantes y hacendados interesados en influir en el desenlace final de esta guerra, precisamente para asegurar la preservación de sus privilegios en el periodo posvirreinal.

Estando en las montañas del sur, Iturbide inicia un intercambio epistolar con Guerrero al mismo tiempo que mantiene las operaciones ofensivas, sin poder quebrantarlo. Su intención es atraerlo hacia la formación de un nuevo cuerpo militar que culmine la guerra de independencia, ofreciéndole conservar el mando de sus hombres. En la localidad de Mezcala, siguiendo los planes de la conspiración de la Profesa, cambia de bando y anuncia a las tropas que no serán más una fuerza realista y lanza un anzuelo ofreciendo a Guerrero en una misiva conservar el mando de sus tropas.

En respuesta, el insurgente le tiende una red, no solo un anzuelo, afirmando que puede contar con su apoyo si se decide “por los verdaderos intereses de la Nación” y puntualizando: “entonces tendrá la satisfacción de verme militar a sus órdenes y conocerá a un hombre desprendido de la ambición e intereses, que solo aspira a sustraerse de la opinión y no a elevarse sobre la ruina de sus compatriotas”.

Para ese momento, un grupo de representantes novohispanos estaba ya en España preparando su participación en las sesiones de las Cortes, en el contexto de lo que se conoce en la historiografía española como el periodo liberal. Bajo el brazo llevaban ya la iniciativa de reconocimiento de la independencia de la Nueva España. A propósito de esta misión, Guerrero le escribió a Iturbide en una de sus misivas que no esperara a que volvieran, porque “ni ellos han de alcanzar la gracia que pretenden, ni nosotros tenemos la necesidad de pedir por favor lo que se nos debe por justicia, por cuyo medio veremos prosperar este fértil suelo y nos eximiremos de los gravámenes que nos causa el enlace con España [...]”

Iturbide recibió como señales positivas el intercambio epistolar con Guerrero y en un nuevo papel le dice que irá a Chilpancingo, en cuyas cercanías “más haremos sin duda en media hora de conferencia, que en muchas cartas”. Rematando este texto, apunta: “me lisongeo de darle a Ud. en breve un abrazo”, que confirme su recién construida amistad.

Guerrero acudió con cierta cautela a ese encuentro conocido en la historiografía como el “abrazo de Acatempan”. Fernández Tomás afirma que aquel “cuida mantenerse en segundo plano” y que esa actitud la mantendrá en los días posteriores. “No nos extrañe entonces que cada vez se oculte al aplauso público, comenzando por la firma del Plan de Iguala”.

Este documento no había sido escrito a solas por Iturbide, aunque generalmente los historiadores dan por hecho que así fue. No estuvo al margen de la visión política de los conspiradores de la Profesa, en particular de Juan José Espinosa de los Monteros, un abogado criollo a quien consulta en varios momentos, antes de llegar a la cita con Odonojú en Córdoba, que además firmó como secretario vocal y miembro de la Junta Gubernativa el Acta de Independencia de “esta parte del Septentrión” de América y la constitución del Imperio Mexicano, el 28 de septiembre de 1821.

La batalla de Azcapotzalco se libró el 19 de agosto de 1821 con un saldo a favor del ya constituido Ejército de las Tres Garantías y cinco días después Iturbide y Odonojú firman los Tratados de Córdoba. La campaña de los independentistas, observa Fernández Tomás, se desarrolla en un territorio relativamente pequeño, si se toman en cuenta las enormes dimensiones del virreinato de la Nueva España. Este espacio geográfico va de Guadalajara y Valladolid, hoy Morelia, a Veracruz y Oaxaca. En esta fase final de la lucha, los viejos compañeros de Morelos vuelven a las armas: Nicolás Bravo, Ignacio López Rayón y José María Bustamante; además, Guadalupe Victoria abandona la selva veracruzana, después de haber pasado ahí cuatro años. Aparece como un militar realista en ascenso Antonio López de Santa Anna, que logra sitiar a un conjunto de insurgentes en Veracruz, negocia con ellos y se suma a la insurgencia en el último lapso de la guerra. Por todas partes los militares realistas cambian de bando. Los independentistas van cerrando el cerco en torno a la Ciudad de México y toman Cuernavaca, Puebla, Pachuca y Querétaro. En Puebla, los acaudalados y poderosos reciben a Iturbude en la catedral y ahí “recita una pieza de oratoria” y jura la independencia. Más que como un insurrecto, es bienvenido como un garante de la paz. El 27 de septiembre de 1821 encabeza Iturbide la entrada del Ejército Trigarante a la Ciudad de México y al día siguiente es proclamado el Imperio Mexicano. Ignorando los objetivos republicanos de la lucha iniciada por Hidalgo y seguida por Morelos y Guerrero, Iturbide se ciñe finalmente la corona del nuevo imperio en julio de 1822. Se había dado la última batalla.

José Belarmino Fernández Tomás, Guerra de independencia. La última batalla, México, Fondo de Cultura Económica, 2021.



jueves, 8 de septiembre de 2022

La batalla por Tenochtitlan de Pedro Salmerón



Símbolo de Tenochtitlan. Diseño de Pablo Moctezuma,
comisionado por el gobierno de la Ciudad de México.
Eje Central Lázaro Cárdenas y Avenida Madero, 2021.
Foto: GGEM

La interpretación es, pues, la que eleva
los hechos ordinarios al rango de los hechos
históricos o derriba a éstos de su pedestal.
Adam Schaff, Historia y verdad, 1971.

La batalla por Tenochtitlan de Pedro Salmerón es un libro que ofrece al lector una nueva narrativa de la invasión española a Mesoamérica en 1519, encabezada por Hernán Cortés (1485-1547). Deconstruye la versión “canónica” de lo que se denomina la “conquista de México”. Este relato se ha sostenido en al menos dos pilares. El primero es que la idea de de la ocupación de Tenochtitlan en 1521 fue “una de las más grandes hazañas militares de la historia”, a manos de cuatrocientos a mil “valientes que sojuzgaron a un poderoso imperio”. Y, segundo, que la ocupación de Tenochtitlan fue un “triunfo de la modernidad sobre el atraso”.

El punto fundamental de la reinterpretación de la invasión y ocupación española de Mesoamérica radica en la revisión y crítica de las fuentes que tradicionalmente han servido para escribir este episodio. Las Cartas de relación de Hernán Cortés y la Historia verdadera de la conquista de la Nueva España de Bernal Díaz del Castillo son los dos libros más citados en la historiografía sobre este tema. Una y otra vez, los llamados “cronistas de Indias”, los historiadores y los ensayistas han repetido la misma versión, con mayor o menos calidad literaria y metodológica.

Al hacer el repaso, Salmerón reclasifica las fuentes en “españolas” y “cuasiindígenas”; elimina el concepto de “fuentes de tradición indígena”, porque simplemente son inexistentes.

Las fuentes españolas provienen de los autodenominados “conquistadores” y los actores y testigos de los hechos parciales o totales: los ya mencionados Cortés y Díaz del Castillo, más fray Francisco de Aguilar, rescatado durante la expedición cortesiana a su paso por Yucatán, Juan Díaz, Andrés de Tapia, Bernardino Vázquez de Tapia y el llamado Conquistador Anónimo. Engrosan la lista de los españoles José de Acosta, Gonzalo Fernández de Oviedo, Juan Ginés de Sepúlveda, Antonio de Herrera y Tordesillas, Francisco López de Gómara, Pedro Mártir de Anglería y Antonio de Solís, que recogieron directamente versiones de los involucrados en la misión de ultramar. López de Gómara destaca entre todos ellos como el panegirista y autor de la historia oficial de Cortés, sin haber viajado nunca al continente americano.

El testimonio epistolar de Cortés fue escrito entre 1519 y 1526 como un alegato de autojustificación y defensa jurídico-política, cuyo propósito fue convencer al emperador Carlos V (1550-1558) de la legitimidad de las acciones del capitán, en momentos en que era cuestionado severamente desde La Habana y desde la península ibérica. Ignorando su finalidad intrínseca y tomándola como información irrebatible, las Cartas de relación se convirtieron con el paso del tiempo en la versión “canónica”, junto al texto de Díaz del Castillo.

En vida, Cortés pudo ver publicadas tres de las cinco cartas. Jacob Cromberger, el impresor de Nuremberg que emigró a España, publicó la segunda y tercera cartas en 1522 y 1523. La cuarta fue impresa en Toledo, en 1525. En Madrid, en 1842, fue encuadernada la primera y ahí mismo, en 1844, la quinta. (1) 

A las fuentes cuasiindígenas se les designa así porque su contenido proviene de presuntas versiones autóctonas, atravesadas por el tamiz español. La mediación de la fuente es lo que lleva a Salmerón a desechar su indianidad y en su lugar toma el concepto de cuasiindígenas utilizado por Mathew Restall, autor de un libro que porta un título iconoclasta, revelador de su posición crítica ante la versión española: Los siete mitos de la conquista.

La reclasificación es todo un desafío contra una corriente de larga data. En 1959 el historiador Miguel León Portilla publicó un libro titulado Visión de los vencidos, que tradujo una selección de cantos, poemas y relatos lírico literarios de origen indígena, presentados como verdad del pensamiento y sentimiento de los pueblos prehispánicos sobre la llegada de los españoles. Esta manera de narrar, apunta Salmerón, recoge en alguna medida los modos de pensar mesoamericanos, pero curte la narración de acuerdo a una tradición literaria católica-medieval, evidentemente impostada. El problema es que, si bien León Portilla hizo esta obra con la intención de ofrecer al mundo una narración no hispana, la primera sobre la destrucción de la cultura indígena, a la larga, apunta Salmerón, “el cuento” de ese libro no es “en realidad muy distinto, salvo en lo formal y lo poético”, de la versión canónica confeccionada por Cortés, Díaz del Castillo y López de Gómara ni era precisamente la voz de los pueblos nahuas. (2) Salmerón desmenuza:

León Portilla está convencido de que existe esa visión indígena, la de los derrotados por la Conquista, con mayúscula, así como víctimas de la destrucción total de una cultura. ¿Dónde encuentra esa visión? En los Cantares de Tlatelolco traducidos y editados por su maestro [el sacerdote] Ángel María Garibay; en la Relación anónima de Tlatelolco; en los “informantes” de fray Bernardino de Sahagún; en el testimonio pictográfico llamado Códice Florentino, y en otras fuentes pictográficas como el Lienzo de Tlaxcala y dibujos del Códice Ramírez. También en los libros de Fernando Alvarado Tezozómoc y Domingo Chimalpahin. (3)

El análisis de las fuentes es un asunto de primera línea porque son ellas el fundamento de la narración histórica. Visión de los vencidos es un pequeño libro que comenzó como una edición de historiografía especializada, una década después fue impreso y distribuido por la Secretaría de Educación Pública del gobierno federal mexicano y en los años setenta fue reimpreso por la Universidad Nacional Autónoma de México. La institución literaria y cultural de Cuba, Casa de las Américas, lo imprimió a fines de los sesenta y hasta los ochenta, una vez caída la dictadura franquista, fue publicado en España. Además ha sido traducido a varios idiomas de Europa y Asia. León Portilla es el más conocido de los historiadores que han acudido a fuentes de “tradición indígena” y su autor sostuvo en sus páginas que esta versión era una una manera de “encontrarnos” con la voz de “nuestros antepasados”.

Salmerón cita el análisis crítico de un historiador de nombre Guy Rozat, adscrito a la Universidad Veracruzana, que la década de 1990 analiza el libro desde perspectivas historiográfica y epistemológica. Denuncia el relato como una “trampa intelectual” del “librito” porque es una “caricatura producida por el discurso cristiano-occidental” y en consecuencia rechaza la indianidad de los “textos indígenas de la conquista”.

El libro de Salmerón consta de dos grandes secciones, la primera, compuesta por los primeros cuatro capítulos, aborda distintos episodios de la incursión de Cortés en 1519 hasta terminar con los hechos del 13 de agosto de 1521, el día de la caída. Para el capítulo V y los apéndices dejó aspectos de interés metodológico y de análisis conceptual que, en apariencia, pudieran resultar menos atractivos en una obra que pretende servir de vehículo de divulgación popular. En esa última parte, sin embargo, discurre sobre aspectos fundamentales para comprender el resto del tomo y encontrar el más profundo sentido a su disertación. Desagrega el tema de las fuentes, que en el cambio de perspectiva ofrece a los lectores una renovada y valiosa explicación e interpretación de porqué el concepto de “conquista” y, más aún el de “Conquista con mayúscula”, tiene una carga ideológica perversa que ha sobrevalorado la incursión española, denigrando a las civilizaciones mesoamericanas y generando la idea de que América fue salvada de la barbarie. Salmerón describe los hechos como lo que fue: una guerra; y plantea la duda acerca de la presunta “modernidad” de los españoles que llegaron a América, porque es más evidente que aquellos eran hombres de la cultura medieval.

Para presentar la versión hegemónica en pocas palabras, Salmerón sintetiza la obra del historiador búlgaro Tzvetan Todorov, que sostiene que Moctezuma se dejó capturar, que los pueblos que se aliaron a Cortés vieron en él “un mal menor”, que él supo aprovechar las “disensiones internas”, el hastío por la “maldad de los aztecas”, la superioridad de las arnas europeas, el efecto de los caballos, la concepción “moderna” de guerra y la aparición de una suerte de guerra bacteorológica. Salmerón explica:

[...] De esa versión hegemónica, canónica, se extrajeron potentes conclusiones filosóficas en el siglo XX, que adquirieron sus matices más acabados en autores como Emilio Uranga y Octavio Paz. La filosofía de lo mexicano, que inaugura Uranga entre 1947 y 1952, se propuso descubrir el ser, la esencia de la mexicanidad. Según esta corriente filosófica, el mexicano es un ser emotivo, sentimental, reservado, desconfiado, desguansado, melancólico, simulador, irresponsable, machista, dispendioso, relajiento, incapaz de expresar sus inconformidades, que imita lo extranjero por un sentimiento de inferioridad y que desprecia la vida humana. (4)

El laberinto de la soledad “acompaña estas ideas”, dice Salmerón sobre un libro que también ha sido repetidamente impreso, citado y recibido como una explicación válida de los mexicanos, dentro y fuera del país. Paz llevó además las conclusiones del Grupo Hiperión a la definición del mexicano como “hijo de la chingada”, en tanto producto de la violación de la madre indígena por el padre español. Esta percepción del mexicano corresponde a la mirada de desdeñosa superioridad de las élites, en la que unos jóvenes filósofos se arrogaron el derecho de hablar en nombre del mexicano, presentando una imagen denigrante de los sectores populares de la población, una mirada clasista y racista, manipuladora.

La “filosofía de los mexicano” coincidió en el tiempo con la “doctrina de la mexicanidad” elaborada por el PRI y el gobierno de Miguel Alemán, definiendo lo mexicano como único o peculiar y eliminando cualquier referencia a la lucha de clases, a las diferencias étnicas, sociales y económicas, para presentar una vía mexicana al desarrollo. Cualquier opción distinta fue calificada de “doctrina exótica” y traición al “espíritu nacional”, al tiempo que, durante décadas, hablar mal del gobierno o del presidente significó ser antimexicano. Esta filosofía de lo mexicano atribuyó a los traumas del mexicano la causa de los problemas del desarrollo en el país. Bajo esta lente -apunta Salmerón- era obvio que se le negara su capacidad para el ejercicio de la política y se le sometiera a la voluntad transformadora del Estado. Detrás de la definición del mexicano subyacen el racismo, la excepcionalidad del mexicano y una lectura de la historia que elimina el conflicto y la pluralidad. Esta idea del mexicano se sostiene en “dos ladrillos”: el de la conquista y el de la raza.

Citando a un historiador llamado Bernardo García Martínez, Salmerón dice que la ocupación de Tenochtitlan ha servido para inferir que esto significó la “conquista” de todo lo que hoy es México.

[...] la idea de raza y el sentido histórico (y arqueológico, antropológico, arquitectónico y artístico, como muestra la disposición misma del Museo Nacional de Antropología, obra cumbre del discurso priísta en esas materias) que se le dan a la nación, parecen nacer y condensarse en esa ciudad y en su conquista.5

Aclara más adelante que la inferencia es un exceso y un equívoco.

La historiografía crítica más reciente nos permitió a muchos lectores entender que no existe una “visión de los vencidos”, pues los relatos “de origen indígena” o “cuasiindígena” [...] comulgan en el mismo reclinatorio: cuentan el mismo cuento. Y no hay otras fuentes que estos, las de los “conquistadores” y los “indígenas”, sobre las cuales se han tendido capas y capas de historiografía, desde Juan de Torquemada hasta Hugh Thomas (un historiador muy leído, cuyo libro está plagado de errores, citas incorrectas e incomprensión histórica, como ha mostrado Jaime Montell [La conquista de México-Tenochtitlan, México, M. A. Porrúa, 2018.] (6)

Para tratar el tema de la presunta “modernidad” de los españoles que irrumpieron en México, Salmerón recupera los estudios analítico-historiográficos que muestran que eran medievales sus conceptos económicos, armas, creencias religiosas y su mentalidad toda. Con el fin de respaldar su argumento crítico, recupera los trabajos de los mexicanos Silvio Zavala y Luis Weckman, que tiempo atrás señalaron la medievalidad de los españoles del siglo XVI. Los llamados “cronistas de Indias” parecen hablar de sí mismos en el tono del Cid Campeador. También combaten junto a ellos y delante de ellos Santiago Matamoros, transformado en Santiago Mataindios, la virgen María y el apóstol san Pedro. Según el canon historiográfico, los españoles eran modernos porque invocaban a María en el jaleo y los indios eran primitivos porque nombraban a Huitzilopochtli, dios de la guerra. Citando a un colega de nombre Enrique Fuente Cid, Salmerón afirma que los españoles se insertan en la guerra santa y la cruzada, la guerra caballeresca y el avituallamiento por cuenta propia, haciendo de la incursión en Mesoamérica una extensión de las guerras medievales y contradiciendo la idea de que la movilización militar fue una empresa capitalista, bajo el supuesto de que Cortés y otros invirtieron en la formación de la flota invasora.

Tenochtitlan y el valle de México
en 1519. Mapa hecho en el siglo XIX
por el historiador mexicano Manuel
Orozco y Berra. Foto: GGEM
El papel que desempeñaron los caballos es otro blanco de contrapunto. Los textos canónicos presentaron a los equinos como seres divinos y la idea ha prevalecido en la historiografía más reciente. La realidad es que los indígenas supieron desde el principio de la llegada de los españoles que sus caballos eran animales, según ha probado Rozat, derrumbando aquella idea de que eran seres divinos, hombre integrados al cuerpo de un cuadrúpedo. Los equinos y los jinetes eran un “puñado”, los nativos los mataron con furia y les tendieron trampas para anularlos como a cualquier otro combatiente.

Las armas son igualmente asunto de controversia. El historiador José Lameiras, adscrito a la Universidad Michoacana, ha estudiado el armamento de los contendientes en el siglo XVI. En la guerra mesoamericana se utilizaron mayormente las armas de los indígenas, entre ellos el macahuitl (un mazo con picos de obsidiana), porque los combates fueron cuerpo a cuerpo, “pie con pie”, “frente a frente”. Las referencias en las crónicas a espadas, estoques, hachas y cuchillos eran en su concepto españolas, pero construidas con pedernal y obsidiana. Las ballestas se usaron al principio de la invasión, mas no en etapas posteriores, porque el proceso de carga era lento, poco manejables, escasas y su alcance era de 50 metros. Emplearon un instrumento medieval de lento procedimiento conocido como arcabuz y 93 escopetas que carecían de sistema de ignición. Hasta la segunda mitad del siglo XVI los españoles acudieron a armas de fuego más mortíferas llamadas mosquetes.

El “genio” de Cortés, mencionado generalmente en la historiografía, es posiblemente el factor relevante en la ocupación territorial y el arte de la guerra en Mesoamérica.

La dicotomía civilizados versus primitivos suele ser también citada por los cronistas e historiadores, señalando el presunto canibalismo de los mexicas. Esa presunta práctica, que los antropólogos de Tenochtitlan han logrado encontrar que era ritual y no consuetudinaria, pierde todo sentido cuando se sabe que en el largo sitio de la ciudad, caída el 13 de agosto de 1521, la gente moría de hambre, antes que aprovechar los cadáveres para su alimentación.

Este conjunto de ensayos fue
publicado en 2021
Salmerón confiesa haber escrito este libro sin ser un especialista en el periodo de referencia. Su campo de conocimiento es la Revolución Mexicana, mérito que lo llevó en 2018 a ser designado al puesto de director del Instituto Nacional de Estudios de las Revoluciones Mexicanas. En preparación al quinto centenario de la caída de Tenochtitlan y a los 200 años de la consumación de la independencia de México, en su calidad de funcionario vio la oportunidad de preparar investigaciones y eventos que echaran una mirada crítica a esos acontecimientos. Su abrupta salida de la institución en septiembre de 2021 le hizo aprovechar el abundante material especializado para escribir este conjunto de textos, que tienen más un carácter de ensayo histórico que una obra historiográfica sustentada en una investigación archivística. Hizo bien en no desperdiciar la oportunidad de reescribir la historia de la incursión española en Mesoamérica, planteando preguntas desde el presente y ofreciendo una renovada perspectiva de los hechos.

En los días en que leí este libro, saliendo en una ocasión de una cafetería ubicada en una zona de clase media de la periferia urbana noroeste de la Ciudad de México, en Ciudad Satélite, un hombre de unos 70 años que vio la portada del libro de Salmerón me pidió mi opinión, mostrando una sonrisa. Pensé un par de segundos mientras lo miré a los ojos. Supuse por su vestimenta formal, de saco y camisa, aunque sin corbata, que él sería un empresario de medio nivel o un profesionista al que le gustaría escuchar que la obra narra la epopeya del capitán español que todos han oído. “Este libro -le dije- va a cambiar el sentido de la enseñanza de la historia de la invasión española a Mesoamérica en el siglo XVI”. Desdibujó su sonrisa, me miró con duda de arriba a abajo y siguió su camino.

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1) Manuel Alcalá, en Hernán Cortés, Cartas de relación, México, Porrúa, 1960, Nota preliminar. Describe los hechos sobre la conservación y publicación impresa de las cinco epístolas.

2) Pedro Salmerón, La batalla por Tenochtitlan, México, Fondo de Cultura Económica, 2021, p. 285.

3) Op cit, p. 285.

4) Op cit, p. 284.

5) Op cit, p. 258.

6) Op cit, p. 259.